Es justamente así como yo me veo, y como veo a los que leen mis delirios. Me abro frente a las páginas en blanco… Y mira que odio las metáforas y los sentidos figurados. Pero lo mío es, o pretendo que sea, un ejercicio de transparencia total, kamikaze. Una que, tal vez, me sería más sencillo alcanzar si viviera solo, si no tuviera que rendir cuentas a nadie, ni dar explicaciones… Si fuera menos cobarde y más consecuente…
Un ejercicio de transparencia total, exhibicionismo puro. Como el de la mujer de los tacones de tu ilustración, la que se abre la piel y se separa los pechos, dejando las costillas al descubierto. Me gusta la evolución del gesto en su rostro, no sé si son alucinaciones mías, píxeles bailarines del puto ordenador, o cuestiones técnicas del acabado… Pero el rostro va alcanzando, poco a poco, una gravedad, una profundidad, una edad.
La postura de las piernas, siguiendo siempre con mi alucinación alegórico-egocéntrica, es lo único que no cuadra conmigo y mi propia visión –deformada, sin duda– de lo que yo trato de hacer cuando me siento a escribir cada día. Si pienso en mí, escribiendo, como lo estoy haciendo ahora –creyéndome Cortázar, sin , como lo he hecho al quedarme ojiplático al ver tu nuevo trabajo, me veo abierta de piernas con el coño frente al texto blanco, con las esquinas inferiores del encuadernado clavadas en el interior de mis muslos, así, entre el sartorio y el pectíneo, porque estoy sentada en el suelo, con el libro abierto entre paréntesis de mis piernas, y no como tu damisela de piernas cruzadas con ese aire de aristócrata agotada.
La otra me vuelve loca, la lectora. Ojalá algún día mi fantasía se haga realidad y abra la puerta de una habitación donde sólo haya mujeres desnudas, tal cual, leyendo. Deleitándose y lanzándome seguido al fuego. Que ya sabemos lo jodido que es olvidar. Fuego que nos dará calor mientras seguimos a lo nuestro. Que nada tiene que ver con lo sexual. Ni con el autocontrol. Siempre fue algo más. No sé muy bien qué, de ahí el algo.
El más es un exceso sólo reservado para los días como este.
No he ido a buscar las diferencias, pero me las he ido encontrando por el camino… sobre todo en los rostros. Nunca me terminé de creer eso de que las miradas no cambian, ni las sonrisas… O lo que sea que algún poeta metido a cantante haya puesto de moda.
El rostro de la lectora me fascina. El anteúltimo es belleza, de ninfa azul, nórdica, como las que a mí me gustan, con los ojos cerrados, casi diría que es pureza… como si hubiera encontrado una manera de acariciarse con las palabras (que en esta alucinación son mías). Ese gesto (moldeado pues por palabras) la hace aún más hermosa que el más sofisticado de los maquillajes… Como si la rejuveneciera. Las pestañas me encantan. Encantar, de brujería. El fuego lo ha encendido ella, porque en las páginas no hay nada más que combustible de segunda mano… Es ella la mecha, la chispa… No memoriza las palabras. No. No está cerrando los ojos por eso. No. Sólo se relame. Sin pensar. ¿Qué bien puede hacerlo eso? ¿Para qué sirve darle vueltas a lo que lee? No es un gusto calculado, ni complejo… Es suave, fácil. Viene.
Me gustan los pechos. Son muy reales. Son también mi tipo. No me gustan los grandes. Son maduros, maleables. Y pensar que pueden albergar cánceres…
Una vez más… y la redundancia del suceso no impedirá que me siga impresionando mucho… Una vez más, repito, es como si tuvieras una ventana aquí dentro. En mi cabeza. Porque llevo días queriendo hacer un fresco. Sin éxito. Y ya estamos otra vez con la dichosa ventaja, de la imagen y las mil palabras.
Ya. Esto no es más que un delirio. Y tu ilustración no tenía nada que ver conmigo. Pero una vez más la he visto, te la he robado y la he puesto en la mesilla del hotel, como un perturbado sin coartada.