Por Avelina Lésper
Los juicios de 1857 contra Baudelaire y Flaubert (dada la “inmoralidad” de sus obras) demostraron que los temas del arte habían cambiado y que la naturaleza humana era capaz, en todas sus manifestaciones, de inspirar obras que nos enfrentaran a los abismos de nuestra propia condición.
Esos juicios tuvieron como rasgo característico una persecución que se centró en dos aspectos fundamentales: negar la libertad de un artista para crear lo que él desea bajo sus propias reglas, y el esfuerzo de una moral puritana para ejercer como vigilante de estilos y corrientes.
Cabe destacar que las obras de estos poetas (como la mayoría de los artistas, que no los propagandistas) tienen búsquedas estéticas, no morales, y con sus audacias empujan a que la sociedad misma cambie.
Gustave Flaubert fue absuelto porque su abogado argumentó que escribía bien y el juez no encontró suficientes pasajes inmorales en Madame Bovary. Por el contrario, Charles Baudelaire fue condenado por resultar “ofensivo contra el pudor”.
Develar lo evidente en una obra hizo que el arte se convirtiera en algo humano, emocional y filosófico. Las artes plásticas se volcaron en imágenes que estaban negadas para la luz: vicios, decrepitud, enfermedad, demencia, orgías, suicidios, restos humanos. La galería del horror se prenda de su propia belleza. La presencia perturbadora es parte de una estética que busca en la naturaleza humana, la cuestiona y la desenmascara.
El abogado de Baudelaire leyó en voz alta parte de los versos y la acusación se centró en las líneas del poema Lesbos de las Flores del mal, que habla de los besos frescos como sandías, del placer infecundo, de la viril Safo y de las vírgenes que se enamoran de su propio cuerpo. La moral no ve la obra de arte, ve sus prejuicios ante cualquier manifestación contraria a sus limitadísimos parámetros de existencia y convivencia.
Egon Schiele fue encarcelado por dibujar adolescentes desnudas que posaron para él voluntariamente. Ese confinamiento en la cárcel y la destrucción de sus dibujos le infligió un sufrimiento excesivo, acusado por la sociedad austriaca de principios del siglo XX, profundamente machista y retrógrada, que no pensaba dos veces en abusar de esas niñas casándolas con adultos mucho mayores que ellas. Pero dibujarlas desnudas sí era un delito.
Balthus quien creó un lenguaje erótico que marcó un canon estético elegante y cruel cuando exhibió en 1934 la Lección de guitarra causó admiración y rechazo. Los amigos de Balthus, como Artaud, no acertaban a decir algo sobre la pintura y se le acusó de ser demasiado explícito, de retomar la composición de La piedad de Miguel Ángel para recrear una escena sádica y sexual. La Galería Pierre la colocó en una habitación aparte y la podían ver sólo algunos visitantes. Con su obsesión por las jovencitas pre púberes su obra se relacionaba con perversiones que estaban más en el espectador que en el artista.
Lo que la sociedad puritana no sabe es que la invención está a gran distancia de la realidad: la creación no es la acción. Encarcelaron a Sade por sus obras y vivió más tiempo preso que en libertad. Al final su propia vida sexual no alcanzó ni una mínima parte de aquello que sus libros describen. La imaginación de Sade fue su único delito.
Las obras de Balthus, Egon Schiele y Baudelaire trascienden porque el tema está abordado con una maestría que les permite investigar la esencia del deseo y la sexualidad. Lo que resulta sintomático es que sea la sociedad quien se ostente como ese vigilante puritano de lo que juzga como atentado a sus prejuicios, y que esa misma sociedad sea la que tolera y justifica la violencia.
Cuando Balthus exhibió Lección de Guitarra, la Primera Guerra Mundial aún dejaba sus secuelas en Europa y el nazismo prendía su máquina ideológica y asesina. Había decenas de miles de mutilados y mujeres en las calles prostituyéndose. Las enfermedades venéreas crecieron exponencialmente. Esto no lo vieron los vigilantes de la moral, lo que sí vieron fue una pintura, y se lanzaron contra ella.
Actualmente vivimos la violencia más brutal de la que tengamos memoria. El narcotráfico arroja cadáveres y cuelga personas de los puentes, vemos fosas comunes rebosantes de muertos que fueron torturados. El arte contemporáneo hace apología de estos crímines. Y los vigilantes saltan cuando Eko hace grabados con escenas sin genitales, sin coito, que son fantasías, imágenes que no existen y que no pueden existir en la realidad. Eko inventa una sexualidad que es literaria, que se atreve a crear porque domina el dibujo y el grabado en cobre y porque se arriesga a plasmar lo que sus pesadillas le dictan.
Su universo existe en un terreno que nunca pisan los puritanos, en la imaginación, en el arte. Son escenas que vienen de las orgías del Satiricón de Petronio, de las mutaciones y la zoofilia de las Metamorfosis de Ovidio, y son eternas.
Eko es “ofensivo contra el pudor” y su obra es peligrosa para quienes se adentran en la experiencia de mirar. Para el resto ahí está la violencia inhumana del narco, seguramente eso sí deleita a sus buenas conciencias.