Carta publicada hoy:
Señor director:
Antes que nada quiero decir que soy admirador del ilustrador y caricaturista Héctor de la Garza (Eko) desde que sus trabajos llenaban de atractivo y sensualidad las páginas de Unomasuno, Nexos, El Nacional y otros medios, hace ya más de 20 años.
Leí las aburridas defensas “político-culturalmente correctas” de José de la Colina, Rogelio Villarreal y del propio Eko a lo que el maravilloso artista califica, rasgándose las vestiduras, como censura del Café 22 a su exposición Después de la orgía; es decir, que algunas de sus obras fueron trasladadas del salón comedor al bar del local.
Paradójicamente, al acusar censura, tanto Eko como sus defensores olvidan una cosa: la libertad. Ellos alegarán que la libertad del artista es la que ha sido lastimada, pero desdeñan el derecho de los otros a elegir libremente ver o no ver lo que les plazca a la hora de comer en un lugar público.
Observar y admirar las manifestaciones y expresiones artísticas de contenido sexual explícito, tiene un componente y requisito fundamental: querer verlas. La imagen de un caballo alado penetrando a una mujer, por ejemplo, no tiene por qué ser impuesta a nadie, sea en un restaurante, en una plaza o en la página 47 de la edición de MILENIO del jueves 15 de octubre para ilustrar la impecable nota de Juan Alberto Vázquez sobre el tema. Pretender hacerlo es simplemente autoritario, actitud que se oculta frecuentemente bajo el disfraz de lo políticamente correcto.
Leí las aburridas defensas “político-culturalmente correctas” de José de la Colina, Rogelio Villarreal y del propio Eko a lo que el maravilloso artista califica, rasgándose las vestiduras, como censura del Café 22 a su exposición Después de la orgía; es decir, que algunas de sus obras fueron trasladadas del salón comedor al bar del local.
Paradójicamente, al acusar censura, tanto Eko como sus defensores olvidan una cosa: la libertad. Ellos alegarán que la libertad del artista es la que ha sido lastimada, pero desdeñan el derecho de los otros a elegir libremente ver o no ver lo que les plazca a la hora de comer en un lugar público.
Observar y admirar las manifestaciones y expresiones artísticas de contenido sexual explícito, tiene un componente y requisito fundamental: querer verlas. La imagen de un caballo alado penetrando a una mujer, por ejemplo, no tiene por qué ser impuesta a nadie, sea en un restaurante, en una plaza o en la página 47 de la edición de MILENIO del jueves 15 de octubre para ilustrar la impecable nota de Juan Alberto Vázquez sobre el tema. Pretender hacerlo es simplemente autoritario, actitud que se oculta frecuentemente bajo el disfraz de lo políticamente correcto.
Rolando Nava Enríquez